lunes, 19 de agosto de 2013

Y entonces aprendimos a luchar.

 Fight by ~Inominatus


Tenía el rostro entre las sombras y la voz mezclada con el humo que salía de su cigarro. Entrecerró los ojos una vez más, clavó los dedos en la cabeza de su bastón y alzó la voz.
– No existían.
– ¿Qué? – Preguntó el joven. – Eso es imposible.
– ¿Acaso crees que miento?
– No, pero...
– Ven, te enseñaré algo.
El hombre se puso en pie y encendió las luces de la habitación. Cama, cómoda, mesita de noche, lámpara, libros en la estantería y una ventana, todo en su sitio, todo normal. El joven, aún niño de apenas ocho años de edad, se incorporó del lecho y siguió los pasos de su abuelo a donde quiera que éstos le llevasen.
La casa era pequeña, tal vez demasiado, y las ventanas estaban completamente cerradas a la luz diurna selladas con capas y capas de papeles de periódicos y revistas viejos, por lo que era casi imposible saber en qué posición debía estar el sol. El abuelo subió unas pequeñas escaleras que llevaban a la buhardilla, y el joven se detuvo antes del primer peldaño, mirando al anciano.
– Mamá dice que no debo subir ahí...
– ¿Tienes miedo?
El pequeño pareció pensárselo de nuevo. Sopesó las posibilidades, los riesgos y las aventuras que podía correr, y decidió que merecía la pena.
– ¡No! – Gritó mientras subía a trompicones.
La buhardilla era un lugar pequeño, de madera carcomida por el tiempo y suelo quejumbroso. El techo dejaba caer goteras en los días de lluvia, y por ello la mitad de la sala estaba llena de cubos de plástico, casi todos de distintas tonalidades de azul. El niño quedó asombrado cuando pudo ver que dos de las ventanas de la buhardilla daban al exterior, y no estaban tapadas.
– Eso es... ¿Es el cielo, abuelo?
– Sí, lo es. – Dijo renqueante. – Ven aquí.
El pequeño obedeció y apartó la mirada de los cristales para redirigirla hasta llegar con su abuelo. Al alcanzarle, éste sostenía una pequeña caja de latón entre sus dedos.
– ¿Qué es? – Preguntó impaciente.
– Es una caja de recuerdos.
El chico de repente había perdido todo interés en las ventanas, y tomando asiento al lado del anciano, en el mismo suelo, se cruzó de piernas y esperó que comenzase a hablar.
– Lo que ésta caja contiene podría abrir muchas mentes, y cerrar tantas otras. – Comentó mientras se acomodaba. – Pero yo busco sólo algo en particular...
El abuelo comenzó a rebuscar en la caja, lejos de la visión del niño. El pequeño intentaba asomarse al interior del increíble cofre del tesoro que ahora parecía el anciano tenía entre sus dedos, pero éste era apartado de su vista a cada intento un poco más. Aún así, no desistió, pero pasados unos segundos ya fue tarde. El abuelo cerró la caja con un fuerte chasquido del metal, y extrajo de ella lo que parecía una fotografía antigua.
– Éste de aquí, hijo mío, adivina quién es. – Dijo tendiéndole la foto.
– ¿Eres tú, abuelo?
– El mismo.
– ¡Pero si eras tan pequeño como yo!
– ¡Por supuesto! ¿Crees que siempre he sido viejo?
Ambos rieron unos segundos, y el abuelo casi dio gracias porque el pequeño reparase antes en todo aquello que en lo alarmante de la fotografía en sí.
– Fíjate con detalle, y dime qué es lo que no encaja.
El abuelo tendió la fotografía al nieto y le dejó que la examinase. Antes de decirle nada más, el niño se puso a observarla como si tuviese mil secretos escondidos.
Ante sus ojos podía ver a un niño, de su edad, que sostenía una pelota entre los brazos y sonreía frente a las luces de un muelle, reflejadas en el agua. Llevaba un traje de marinero, tal vez viniese de su propia comunión, y a su lado se alzaba amable un hombre mayor que él, que le aferraba con cariño un hombro. Ambos poseían una sonrisa pintada en sus caras.
– No veo nada...
Pensó entonces el pequeño en que allí, había algo que no encajaba. Algo en el agua... El agua... ¿Podía ser?
No. Eran las luces que se reflejaban.
De repente, lo entendió.
– ¿Era de noche?
El abuelo asintió lentamente con la cabeza.
– Pero... ¿Cómo es posible?
Repasó la fotografía una y otra vez en busca del distintivo que ambos, padre e hijo, debían tener en la parte central de su cuello, pegado al pecho, bien claro y a la vista para que los Centinelas no acabasen con ellos.
– ¡No llevabais Marca! Eso significa que...
– Que no existían.
El niño soltó la fotografía poco a poco hasta dejarla caer en el suelo, atónito ante la mirada de su abuelo. De repente, todo en lo que siempre había creído, desapareció poco a poco.
Alzó su mano derecha lentamente y paseó los dedos por la Marca en relieve que sobresalía de la parte central alta de su pecho. Marca que le fue implantada el día de su nacimiento.
– Los Centinelas no existían. Las Marcas tampoco existían. Podíamos hacer lo que quisiésemos e ir donde quisiésemos. – Dijo el anciano mirando al cielo nocturno. – Éramos libres.
– ¿Y qué pasó?
El niño pasó la mirada de los ojos cansados de su abuelo hasta su pecho, donde también se podía ver el relieve arrugado de la Marca sellado en su piel.

El hombre, tomó aire.

– Olvidamos cómo luchar.



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Éste es el comienzo de una nueva serie de relats cortos, quién sabe si novela si da para más, que iré sacando adelante a la vez que continúo con la Guardia de Fuego, que por supuesto no he olvidado. Espero que tena buena acogida, pues es una nueva forma de escribir completamente distinta a la que hasta ahora he incubado (algunos lo notaréis bien, otros no).

¡Que lo disfrutéis, los que lo aguantéis!

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