viernes, 14 de junio de 2013

Fuego y Luz. Corazón y días.


Tenía las manos cansadas de tanto trabajar. Había estado todo el día en la herrería, forjando armaduras, dando forma a espadas y creando escudos que jamás le dejarían utilizar por ser un simple herrero. Estaba harto, y tras terminar había huido al bosque en una de aquellas escapadas que solía hacer a menudo.


Llevaría caminando a menos una hora, cuando el claro sonido de unas campanas ligeras como plumas restalló en sus oídos. ¿Qué era aquello...? Esquivó ramaje y hiedras, saltando con cuidado para intentar no llamar la atención, y cuando vio movimiento se ocultó tras un frondoso arbusto de frutos rojos, que bien sabía no eran comestibles.


Y allí, les vio.


Una gran fila de seres ataviados con las capas más brillantes que jamás habían visto sus ojos. Eran altos, más que la media de los hombres, llevaban todos cabellos largos y perfectamente ordenados, algunos portaban diademas con mil decoraciones distintas, otros blandían blasones en sus manos con figuras animales, y las trenzas decoraban el cabello de muchos de ellos, de formas nobles y altaneras, siempre gráciles. Pudo ver que ni uno de esos seres, era feo. Eran las criaturas más hermosas que jamás había visto, no solo porque fuesen bellos, sino por la tranquilidad que emanaban a su alrededor. Las campanas que había escuchado las llevaba uno de aquellos seres en las manos, y las hacía repicar continuamente con suavidad, no estaba seguro de para qué.


- Elfos... - Susurró cuando al fin se dio cuenta de lo que eran.


Sus orejas en forma de pico les delataban. Jamás había visto un solo elfo, pues eran de muy al norte, y no se aventuraban a lugares tan alejados de su hogar. Habían llegado hasta su ciudad rumores de la partida de los Elfos hacia tierras sureñas por algún peligro que se cernía sobre ellos, pero hasta entonces... No se lo había creído. Es más, le había costado creer que existían hasta ese  día.


Esperó pacientemente a que pasasen de largo, y cuando al fin lo hicieron salió de su escondite, admirando la estela de paz que habían dejado a su paso. La hierba que habían pisado, ni siquiera estaba doblada bajo su peso, y los pájaros habían seguido cantando aún cuando estuvieron bajo ellos. Parecían tan parte del bosque como el viento o la corteza de los árboles.
Jamás olvidaría aquella escena, y le costó apartar la mirada del lugar por el que habían desaparecido, para al fin volver a su mentalidad común, y continuar con su caminar.


Anduvo pensativo largo rato mientras divagaba entre los robles y los pinos, camino de aquella pequeña cascada que tanto adoraba, replanteándose cómo contarle aquello a su maestre, pues estaba seguro de que en un millón de años le creería. Ni tampoco sus amigos lo harían. Y, cuando al fin llegó, una figura le detuvo en seco al encontrarla metida hasta la cintura en el agua, desnuda.  Una mujer.


Quiso apartar la mirada, pero no pudo. También quiso carraspear, moverse, hacer cualquier atisbo de movimiento que le dijese a aquella chica que él estaba allí. Pero no consiguió nada.
Estaba de espaldas, y lo único que de ella veía era su espalda desnuda con su cabello castaño oscuro caer en finas ondas ordenadas cuales enredaderas, libres hasta su cintura. El agua delimitaba lo que podía llegar a ver de sus caderas, deteniéndose justo donde comenzaba a formarse su trasero. Tal vez suspiró con fuerza ante aquella visión, o puede que consiguiese mover un pie... Pero algo alertó a la joven, que se giró sobre su hombro para mirarle.
Sus grandes ojos avellana, que casi brillaban en una mezcla de verde y amarillo más brillante que el sol, se clavaron en él con paz pero a la vez con fiereza. Poco a poco, la mujer se giró sobre sí misma y le hizo frente, sin el más mínimo pudor por querer taparse el cuerpo desnudo. Él apartó la mirada, azorado, cuando se dio cuenta de que no estaba viendo a una mujer cualquier desnuda, sino a una mujer elfa.


- ¿Os molesta? - Susurró ella, como un cantar de mil jilgueros arrullantes, refiriéndose a su destape.


Él se fijó en que el agua ni siquiera se movía cuando ella estaba dentro. Era como si fuese parte del mismo pequeño manantial. Lo habría creído si la hubiese visto flotar sobre el agua.
La elfa caminó hacia el borde y salió poco a poco del agua, recogiendo entre sus manos su suave vestido blanco de seda, que se colocó como si hubiese sido creado a medida con cada poro de su piel. Él apartó una vez más la mirada, pues le parecía indigno verla de aquel modo, pero no se movió del lugar. Sus pies no lo permitían.


- Sois... Una mujer elfa. - Susurró sin poder contenerse una vez se hubo vestido, alzando de nuevo la mirada hasta ella. Una suave carcajada inundó el lugar, tan ligera como las campanadas que antes había escuchado. Le reconfortó por dentro. - Mis disculpas si la he ofendido...
- No lo habéis hecho. - Repuso ella mientras se giraba para tenerle de frente.


De nuevo, se quedó prendado. Jamás había visto algo así. Era grácil en todos sus movimientos, magnífica como un atardecer en verano y fresca como una brisa de primavera. Casi pudo verse reflejado en sus ojos, atónito como estaba, mientras ella de un par de pasos se acercaba a su rostro.


- Los... Los suyos... Les vi dirigirse hacia el sur no hará ni diez minutos, mi señora. En esa dirección. - Señaló con el dedo, nervioso, sin poder sostenerle la mirada y clavándola en algún punto de su vientre.
- No es con ellos con quien iré ésta noche. - Susurró ella mientras acortaba más aún las distancias. - No ésta noche...


Él alzó los ojos para encontrarse con los suyos, que ya no le observaban. La elfa estaba cabizbaja, tal vez preocupada o... Triste. La idea de que estuviese apenada, le clavó una daga en el corazón.


- Mi señora, ¿Ocurre algo? - Preguntó con el estómago cerrado.
-Ivy. - Dijo ella únicamente. - No "mi señora". Ivy.
-Ivy... - Contestó él al cabo de un rato. - ¿Qué os aflige...?


Como toda respuesta, ella alzó una de sus suaves manos y la depositó sobre su mejilla. El contacto hizo que se estremeciese tanto, que tuvo que hacer un esfuerzo por no cerrar los ojos y dejarse llevar por aquella sensación tan extravagante. Los ojos de ella se clavaron como pozos de luz en los de él, y viajaron a rincones de su mente que ni siquiera era capaz de imaginar. ¿Qué estaba...?


- Joven, muy joven... Has visto tan poco, pero a la vez conoces tanto... - Susurró la elfa mientras le sostenía entre sus dedos. - No tienes una mala vida, pero no por ello es fácil. Posees un gran talento, tu corazón pide a gritos que le dejes actuar, pero tu cabeza se impone... ¿Por qué no dejarlo salir?


Él no fue capaz de hacer o decir nada ¿Qué era aquello? Podía ver claramente cómo los ojos de la elfa estaban comenzando a variar, a cambiar de color, a cada segundo que sucedía mientras decía todo aquello brillaban más y más. Se distinguía perfectamente una luz en el interior de su pupila, blanca y lúcida, que casi parecía tener vida propia.


- Eres puro... - Susurró una vez más mientras ahora colocaba la otra mano en la mejilla contraria a la que ya tenía ocupada. - Eres fuego, valor, fuerza... Lucharías hasta el estertor de la muerte. Estás lleno de amor... - Apartó la mirada unos segundos, casi pareciendo cansada. - Perdonadme, tantas emociones, no estoy acostumbrada...


Se llevó una mano a la frente y sintió cómo casi se podría desmayar, y él sin pensarlo se acercó a ella y la sujetó entre sus brazos, aferrándole la cintura entre sus dedos. Volvió a mirarle a los ojos, y pudo hundirse en ellos una vez más, mientras ella sonreía de nuevo con dulzura, tan cálida...


- Los hombres sois extraordinarios... ¿Cómo podría abandonaros a vuestra suerte...? - Dijo entre dientes melódica.
- ¿Abandonarnos, mi señ... Ivy? - Corrigió rápidamente, sin soltarla, algo extrañado.
- Los míos parten al sur, más allá de la costa, dejan éstas tierras. Vuelven a casa. - Poco a poco se apartó de él, y le dio la espalda, dirigiendo la mirada hacia más allá de los robles, por donde sabía su familia había partido. - Yo no puedo ir con ellos. No quiero...


Fue entonces él consciente de algo, como si fuese ayer, recordó las canciones que en el pueblo se contaban sobre aquella princesa elfa que amaba a los hombres. Aquella mujer cuyo destino, sin duda, no podía ser nada agraciado, pues ningún elfo podía amar a un humano y salir bien parado. No fue capaz de recordar el nombre de la elfa de aquella canción, pero de haber podido, la habría comparado con ella.


- ¿Y vos os quedáis...? - Preguntó él mientras caminaba hacia ella, con cuidado. Con respeto. - Puedo preguntar... ¿Por qué?


Despacio, Ivy se giró y le miró a los ojos, con los suyos humedecidos sin poder evitarlo. Se mordía el labio inferior, pero la gracilidad de sus gestos no era humana, y podría haberse enmarcado en cualquier cuadro, que no habría sido más bello que aquella visión.


- Por amor. El amor es capaz de mover montañas, alzar murallas y detener el paso del tiempo. El amor es tan difícil de explicar, Jared... - Susurró ella mientras, de nuevo, dirigía su mano hasta su mejilla.


Él se sorprendió tanto que perdió el hilo de sus pensamientos. Se quedó atónito, quedando su rostro un poco por encima del de ella, pues aún para ser hombre era ligeramente más alto que la elfa, y entrecerró los ojos, pensativo.


- ¿Cómo sabéis mi...? - Preguntó, impresionado.
- Porque es por ti... - Susurró la elfa mientras sonreía ladeando un poco el rostro y daba un paso al frente, pegando su mano libre a su pecho, queriendo notar su pulso. - Por ti no me iré al sur. Nunca te abandonaré, fuego de mi corazón, nunca... Quiero ser la luz de tus días...


Él no podía reaccionar, no era capaz de moverse, de pensar, casi de respirar. Y con una sutileza magistral, Ivy se adelantó aún más, y depositó sus labios sobre los de Jared, que permanecían abiertos por el asombro.
La sensación cálida pero explosiva de su piel contra él le hizo estremecer, una vez más, a su lado. Pudo ver cómo ella, tan frágil como parecía pero tan imperecedera, cerraba los ojos ante el placer que aquello le ocasionaba y movía los labios contra los suyos, en un sinfín de emociones que le hicieron perderse en el momento. Y la imitó, sin saber bien por qué, pero notando el corazón en la garganta. La sostuvo entre sus brazos, dándose incluso el lujo de sostenerla por la cintura y atraerla más hacia él, dispuesto a mantener aquella unión para siempre si era necesario. Algo le ataba a aquella mujer elfa de tal modo que no podía ser capaz de explicarlo con palabras. Solo era capaz de asegurar una cosa, tal como ella había dicho: Nunca la abandonaría.


Una lágrima bajó por el rostro de Ivy, silenciosa, que sólo el bosque fue capaz de escuchar. Y al tocar la hierba bajo sus pies desnudos, de la gota nació un suave brote, que algún día crecería y se convertiría en el mayor lirio que se hubiese visto en todo el sur de aquellas tierras.





Las filas se alzaban nobles, decididas, preparadas para lo peor y para lo mejor. Caballos y jinetes adornaban cada metro cuadrado de aquella inmensa pradera, que a aquella edad ya había sido testigo de cuatro grandes batallas que habían decidido el destino de todo su mundo. Y aquella, sería la que decidiría el destino de los hombres.
Las los jinetes, los arqueros. Tras ellos, los caballeros. Todos ordenados en una simetría perfecta, pero a la vez completamente irregular, tan increíbles como eran siempre los humanos, perfectos en sus imperfecciones tan notables.


A su frente, y ante todos, dos figuras destacaban del resto, encabezando la marcha.


A la derecha, una mujer elfa, cuya armadura de plata relucía por encima de todas las demás. Su espada, anclada en su cintura, tenía una empuñadura tan nívea que parecía cristalina. Sus cabellos estaban sueltos, como siempre, diferencia que solo ella portaba pues jamás un elfo los llevaría así de descuidados. Era un honor que hacía hacia los hombres por los que luchaba. Un arco adornaba su espalda, con las formas más perfectas que el ojo humano hubiese visto. “La dama blanca” la llamaban algunos, o “El corazón de los hombres”. Desde hacía un tiempo, también se había convertido en “La última elfa” pues se había ganado el apodo a pulso, al ser éste verdad. “La vidente” susurraban a sus espaldas, pues pocos sabían el don que ella tenía dentro de sí, pero los que lo hacían o lo habían presenciado, no lo olvidarían. Iveoon Sujallë. Ella prefería ser llama simplemente Ivy.


Y a su izquierda, un hombre. De gesto serio y decidido, concentrado, y mirada de puro fuego, se alzaba sobre su montura sosteniendo su basta espada en alto, forjada por él mismo, que jamás había sido derrotada por mano ajena alguna. Su armadura, también algo más bruta que la de su compañera en armas, había sido creada por sus manos. Su pelo se arremolinaba en su rostro, en la parte frontal de éste creaba pequeñas ondas sobre su frente que se movían gráciles al viento, de color castaño claro. Sus ojos profundos se clavaban en todo aquel que estuviese delante suyo, mientras cabalgaba de un lado a otro, gritando palabras de valentía a sus compañeros. “El herrero valiente” solían llamarle, allá en su tierra. “El rey de hierro” gritaban otros entre las distintas ciudades de poniente o “El fuego” simplemente, otorgado por sus enemigos. Jared Edmund Othàin. Y al igual que ella, él prefería ser llamado solamente Jared.


Cuando terminó de animar a los hombres, se giró sobre su montura y cabalgó hacia Ivy, escrutándola con la mirada. Una sombra inmensa se cernía en el horizonte, y antes de poder darse siquiera cuenta, pudieron comprobar cómo el enemigo se acercaba a una velocidad de vértigo. Hombres como ellos, todos armados hasta los dientes, pocas diferencias habría entre unos y otros a simple vista más que la de que aquellos que portaban los estandartes oscuros buscaban la penumbra en el mundo, guiados por unos ideales que no eran los correctos. Querían pudrir el planeta, quemarlo hasta sus cenizas, porque habían perdido la esperanza. Ivy y Jared, no lo habían hecho.
Entre las filas de sus enemigos, no solo hombres batallaban, sino otros seres de más deleznable naturaleza, como eran los trasgos, criaturas hediondas del subsuelo, orcos e incluso enanos, que habían tomado ambos bandos por igual sin distinción, tanto como los hombres habían hecho.


- Tus ojos no han podido ver más allá de ésta batalla, Ivy... - Girando el rostro clavó la mirada en ella y se acercó más aún a su montura. - ¿Aún tienes esperanzas?
- Nunca las he perdido. - Concluyó ella mientras le sonreía y acariciaba con cuidado las crines de su corcel blanco.
- Hemos conseguido llegar hasta aquí juntos, me has alzado hasta ser lo que soy ahora, y no pienso decepcionarte. - Ella alzó una mano y le detuvo, poniendo un dedo sobre sus labios.
- Yo no te he alzado, fuego de mi corazón... Tú has ardido solo, por todos nosotros. - Señaló con su mano hacia aquel ejército a su espalda y le miró decidida. - Y es hora de arder aún más fuerte. ¿Qué te dice el corazón?
- Ganaremos ésta batalla. Como las hemos ganado todas. - Con cariño tomó la mano de Ivy y entrecerró sus dedos alrededor de ésta.  - Gané la mayor de ellas cuando te encontré a ti... Y nada me va a arrebatar eso, luz de mi vida.


Hasta el último momento en que no pudieron prolongar aquello más, sus dedos estuvieron entrelazados, sus manos siempre unidas. Cuando el enemigo se acercó tanto que sus respiraciones agitadas se oían sobre ellos, fue cuando al fin ambos se soltaron, para lanzarse a la batalla.


Pronto fueron ambos tirados de sus caballos, y en el suelo continuaron luchando fieramente mientras flechas les rozaban las mejillas. Nada parecía poder dañarlos, como si estuviesen creados a base de diamante puro.
Lucharon largo y tendido, sus hombres a su alrededor caían mientras los gritos de dolor y congoja les rodeaban, pero cada vez que veían a Jared e Ivy luchar codo con codo, su corazón se imbuía con pura esperanza que sus ojos destilaban, y volvían a la carga.


Y el enemigo pareció acallarse de golpe cuando una sombra, mayor que las demás, se alzó entre ellos. La batalla se detuvo al instante, los hierros dejaron de chocar, y las miradas se clavaron todas en aquel hombre de tamaño exagerado que caminaba entre la marea de gente.


- ¡¡¡Fuego!!! - Gritó con una voz tan grave que parecía venir desde lo más profundo del planeta.


Una armadura negra le cubría de pies a cabeza, e Ivy detuvo todos sus movimientos sintiendo la sangre del enemigo secarse sobre su rostro, para poder mirar a su nuevo contrincante.


- Umcoll, Señor de la Noche... - Susurró la elfa sujetando su espalda traslúcida con fuerza.


Jared alzó la mirada y terminó de degollar a uno de sus enemigos para después acudir a la llamada de Umcoll, jefe de los ejércitos enemigos que les asediaban. Pudo verle, firme con su espada en alto, y sin dudarlo un segundo se irguió y caminó hasta él.
Ivy le saltó al paso y le colocó las manos en el pecho, intentando empujarle hacia atrás. Pero Jared, ni se movió del sitio, permaneció estático, mirándola.


- ¡No lo hagas! - Gritó ella mientras los ojos se le abrían presa del terror. - ¡Por favor, no lo hagas! Si me amas, no lo hagas...
- Luz de mis días, es porque te amo por lo que debo hacerlo... - Sostuvo las manos de la elfa entre sus dedos y los estrechó con fuerza. Ella negó con la cabeza. - Sé que lo entiendes, debo derrotarle... Tengo que hacerlo...


Ella negó con la cabeza una y otra vez mientras las lágrimas comenzaban a acudir a su rostro de forma incontrolada. Sus ojos no habían visto más allá de esa batalla, pero sí habían podido ver la sangre de su amado teñirse de negro en sus sueños presa de la mano de Umcoll, y no podía permitirlo. No pensaba soltarle.


- Amor mío, debes dejarme ir... - Susurró intentando apartar sus manos delicadamente de su pecho mientras Umcoll aún gritaba tras ellos. - Sólo si es derrotado podremos vivir en paz, sólo si le venzo... No te defraudaré mi vida...


Como toda respuesta, entre lágrimas, Ivy se abalanzó sobre él con el corazón en un puño y le besó con toda la fuerza que su cuerpo le permitía, cerrando los ojos y rodeando su cuello entre sus brazos. Su alma entera le pedía a gritos que no le dejase ir, pero sabía que si eso era lo que él deseaba, no podría impedírselo. Como también sabía que si le perdía, moriría con él.


- Jamás podrías defraudarme. - Dijo ella en tono serio nada más terminar con aquel beso de dos, sintiendo los brazos de él cálidos ahora en su espalda, que la sostenían con dulzura. - Fuego de mi corazón, hagas lo que hagas y ocurra lo que ocurra, nunca te abandonaré. Vuelve conmigo, mi amor, vuelve cuando tu espada descanse en su pecho...


La frente de Jared descansó sobre la de su amada mientras sus dedos salvaban las lágrimas que caían por sus mejillas de nácar y terminaban en sus labios de rubí. No pudo resistirse a besarlos, una última vez, hasta conseguir dejar el tacto de ella sobre su piel como una marca que nunca se borrase, pues quería luchar con esa sensación en su corazón. Le daría fuerzas.


- Mi reina... - Susurró Jared segundos después de liberar sus labios. - Ni la muerte podría separarme de ti.


Ivy, poco a poco, se apartó de él sintiendo cómo aquel dolor era mayor que cualquiera en ese mundo, y le miró a los ojos de forma decidida y seria, valiente, llena de rabia y fuerza.


- Arde, fuego de mi corazón. - Dijo mientras sus dedos dejaban de tocarle. Jared quedó asombrado cuando vio cómo el sol se reflejaba sobre ella de aquel modo tan sobrecogedor, que pareciese acabar de surgir entre las nubes en el día más oscuro de la tierra. - Arde como sólo tú sabes hacerlo.


Y fue entonces cuando Jared se giró, desenvainando una vez más la espada con los ojos cerrados, girándose hacia su enemigo. Para cuando los abrió, se pudo ver reflejado en ellos algo, una luz impresionante que haría sentirse pequeño hasta el mayor de los hombres.
En sus ojos estaba reflectada la luz que la hoja de su espada desprendía, pues ahora, estaba envuelta en llamas.


“El Fuego” había despertado, una vez más, gracias la magia y la fuerza de dragón que llevaba en su interior. Y gracias al amor.


Umcoll le esperaba con su espada negra en alto, y no hizo falta intercambiar palabra alguna, pues sus miradas lo decían todo, aún entre el sudor en el rostro de Jared y la armadura que lo cubría casi por completo de Umcoll.


La espadas chocaron, una y otra vez. Los pies, bailaban en un son que a Sekira hacía estremecer, encogiéndola y reduciéndola a la nada. Cada movimiento, cada giro, le hacían temblar de terror, mientras que a él le ayudaban a crecer en fuerza y en espíritu. En silencio, ella le apoyaba en todo momento con la mirada y con el corazón, pero a la vez temía por su vida de tal forma que cuando el mandoble de Umcoll consiguió rasgarle la mejilla, se llevó las manos a la boca y se lanzó a la carrera. Los brazos de uno de sus hombres la detuvieron, y ella se mordió el labio inferior, esperando, destrozada por dentro.


La espada de fuego que Jared blandía restallaba en el aire con cada movimiento. Los golpes con los que había sido forjada relucían de un modo especial e increíble entre sus dedos, y nadie negaría jamás que aquella visión era... Impresionante.


Pasaron varios minutos de lucha incesante en los que a ambos se les comenzó a notar el cansancio, pero al fin restalló aquel sonido que denota que la batalla ha acabado, cuando el metal en lugar de chocar contra metal, lo hace contra la carne. Ese sonido erizó hasta el pelo de la nuca de Ivy, que miró atónita cómo la espada en llamas de su amado se hundía en el pecho de su enemigo.


Fue a sonreír, sintió un alivio tan grande que podría haber estallado de felicidad, pero cuando Jared se apartó y se giró hacia ella, buscándola entre todos los presentes con la mirada conforme Umcoll caía a su espalda con la espada clavada en el corazón... Se le vino el mundo encima.


De los labios de Jared, resbalaba un reguero de sangre que se perdía en el comienzo de su armadura. Se sostenía el vientre con una mano, completamente ensangrentada, y en menos de dos segundos cayó de rodillas frente a sus hombres, que no supieron qué hacer.
Ivy, si lo supo. Se lanzó contra él, liberándose de los brazos de su opresor como si fuesen viento gracias a la fuerza que ejerció. Sostuvo a su amado sobre ella, y le tumbó poco a poco sobre la hierba para, de varios movimientos, arrebatarle la armadura y poder verle el vientre. Una herida negra lo surcaba de lado a lado, producto de la magia negra que Umcoll debía haberle otorgado, sin que nadie se hubiese dado cuenta. ¿Acaso había luchado con esa herida todo el tiempo...?


- Luz de mis días... - Susurró él, sin fuerzas. - Te dije que nada podría separarme de ti...
- Ahorra fuerzas, fuego de mi corazón... - Las lágrimas resbalaban de nuevo por el rostro de la elfa mientras sus manos navegaban por su cuerpo, susurrando mentalmente palabras mágicas que debían salvarle la vida, o por lo pronto, intentarlo. - Has vuelto a mi, y no pienso abandonarte. Has salvado al mundo amor mío... Lo has salvado... - Mirándole a los ojos, sonrió con fuerza.


Los hombres a su alrededor volvieron a sus armas para expulsar al enemigo de allí, e Ivy continuó concentrándose hasta conseguir que, poco a poco, la mancha negra remitiese sobre el pecho de su amado, obligándola a llorar aún más presa del alivio que aquello suponía. Pero de poco servía, si de sus labios seguía manando sangre a aquella velocidad.


- Te he salvado a ti... Eso es lo que importa... - Dijo entre dientes Jared, sintiendo cómo sus dedos perdían sus fuerzas.
- Y yo pienso salvarte a ti. - Respondió ella completamente decidida, cuando una mano se cerró alrededor de su mentón y le obligó a girar el rostro. Jared, ahora con una mano, le hacía mirarle.
- Ya... Ya lo has hecho. - Sonrió, aún con la sangre secándose sobre él, con toda la fuerza de su corazón. - Hace mucho tiempo que lo has hecho...


Y la magia de Ivy se detuvo, pues ya no había mucho más que hacer con ella. La mancha negra apenas había remitido lo suficiente como para que siguiese manando sangre de sus labios, pero era imposible hacerla retroceder más, pues parecía estar anclada a su corazón. El mundo se le vino encima mientras Jared no dejaba de sonreír para ella.


Con sumo cuidado, ella se inclinó sobre su cuerpo, colocando sus manos a los lados de su rostro, y le besó con toda la dulzura y el amor que su alma podía ofrecerle al que era el amor de su vida inmortal, que nadie jamás podría igualar. El acero había dejado de rechinar a su alrededor, y en lugar de él gritos de júbilo lo inundaban todo presa de la victoria que acababan de vivir, mientras que a ellos, todo les daba igual.

Cuando Ivy se apartó, los ojos de Jared ya no volvieron a abrirse y los gritos de júbilo se apagaron a su alrededor como si un torrente de agua los hubiese arrastrado lejos. Lo único que se escuchó entonces en el campo de batalla, fue el suave lamento en forma de canción élfica que la mujer entonaba conforme sus manos cruzaban los brazos de Jared sobre su pecho, deseándole una mejor vida en el paraíso al que esperaba hubiese partido. Sin dejar ni un segundo de llorar.

Nadie supo cómo, o por qué, tan pronto como la canción de la elfa culminó, la vida de ésta se desvaneció, y cayó muerta al lado del rey Jared aferrándole entre sus brazos.

Nunca más se escucharía cantar a un elfo en aquel mundo.

Jamás un fuego volvería a arder como aquel.

Pasarían muchos años en los que aún, al hombre y a la elfa se los nombrase en las epopeyas y las historias como “El Fuego y la Luz”, los luchadores que consiguieron la paz en el mundo, dándolo todo por él. Y tantos otros que ellos permanecerían el uno al lado del otro, amándose tanto como aquel día que se encontrasen por primera vez en mitad del bosque, convertidos en estatuas de piedra que se miraban a los ojos en lo alto de un torreón construido sobre el lugar donde reposaban sus cuerpos mortales.


Y serían miles las voces que aclamarían sus nombres en la noche, pidiendo su consejo en las estrellas. Jamás serían dichos ruegos escuchados, pues ambas almas estarían siempre demasiado ocupadas en arroparse entre ellas.


En amarse por siempre, rodeados de los lirios de las lágrimas de felicidad que una mujer elfa derramó al encontrar al amor de vida, tras mil noches en vela soñando con tenerle entre sus brazos, a los pies de un manantial.

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