lunes, 17 de junio de 2013

La Guardia de fuego

I. La noche es de ellos.


Aquella noche tocaba guardia. No serían ni las once cuando el sol comenzó a caer por detrás de los altos edificios, y ella ya estaba preparada, con sus vaqueros oscuros y su corset negro ceñido en cuyos lados había sendas dagas que servían de armas secundarias, o arrojadizas, mas un par de pistolas ancladas entre recios cintos de cuero. Por último, cuando alcanzó la puerta del piso, sujetó la capa negra con capucha que había colgada a un lado de ésta, y la miró detenidamente.
A su lado, el brillo de su espada sobresaliente de su propia vaina le devolvió el reflejo de sus ojos, coloreados entre tonos marrones, verdes y... Amarillos.

Sólo ellos tenían los ojos amarillos. Totalmente comidos por círculos superpuestos unos sobre otros, cegadores, brillantes, asombrosamente fríos y muy... Amarillos.

Cuando aquel color febril se comiese el resto, ella ya no existiría.
Desechó la idea de su mente, se colocó la capa, se enfundó la espada en la cintura de forma cómoda para que no chocase contra sus piernas al correr, y se subió la capucha hasta taparle la frente, de modo que al agachar el rostro no se pudiese ver su mirada, pero pudiese tener siempre visibilidad suficiente como para sobrevivir a la noche.

Entornó sus dedos alrededor del pomo de la puerta y respiró hondo. Sus objetivos estaban claros y muy bien detallados: Arrebatar la vida de todos los ellos que hubiese morando las calles aquella noche. De todos.
No importaba si pedían clemencia o no, pues todos habían perdido la cabeza, aún si algunos la mantuviesen lo suficiente como para intercambiar algunas palabras. Todos tenían ese tinte de locura en la mirada inconfundible, en ese color enfermizo que se la iba comiendo a ella día tras día.

La noche la recibió con una ventisca fresca de verano, acogedora, y un silencio casi atronador. Los pájaros ya no cantaban a esas horas, era normal, pero sí lo hacían los grillos. Cuando dejaban de hacerlo, es que algo no iba bien.

Tomó rumbo al sur, pues su posición estaba en las lindes norte de la ciudad y no tendría sentido haber avanzado en otra dirección. Además, aquella era su zona asignada por el Congreso, y no era quién para llevarles la contraria.

Apenas había tenido tiempo para sumirse en sus pensamientos tras haber cruzado dos manzanas, cuando el ruido de los grillos se detuvo. Su mano en el cinto fue tan rauda como su mirada al clavarse en la sombra que le acechaba, y cuando se giró sobre sí misma pudo ver cómo el brillo sepulcral de una mirada se asomaba a unos metros de distancia, tras un vehículo de tantos hacía tiempo ya abandonado.


- La luz es mi guía, el fuego es mi fuerte. - Dijo ella con voz sepulcral.


- Su hijo, mi corazón: férreo y valiente. - Contestó una voz masculina.

Ella bajó la mano que se había aferrado a la empuñadora de su arma lentamente, y caminó hacia la sombra de forma mansa y calmada. Éste, a su vez, igual lo hizo.
Sólo otro Guardián podía conocer el código, y el reflejo de sus ojos castaños ante la poca luz del ocaso, le dejó claro que estaba a salvo.
Él, por el contrario, al ver el brillo amarillo de los de ella, no pareció tan convencido.

- Se te echa la noche encima. - Anunció con voz queda. - ¿Cuántas lunas te quedan?
- Las suficientes. - Contestó ella. - Sólo tengo veintitrés.
- ¿Veintitrés? Eres demasiado joven como para sucumbir tan pronto. Es... Extraño. ¿A qué se debe?
- Ni lo sé, ni me importa. - Echó a caminar sin mirar atrás, de nuevo hasta su destino, conforme hablaba. - ¿Vas al sur o nos separamos aquí?
- Voy al sur, pero... - La mirada del Guardián lo dijo todo.

Ella sabía que no estaría cómodo en su presencia. Nadie estaba cómodo en la presencia de un iniciado, aquellos que comenzaban a ser comidos por la oscuridad, que tenían esa mirada que brillaba en la más férrea noche, de un amarillo fuerte y antinatural.

- Nuestros caminos se separan aquí, entonces. - Sentenció ella ocultando de nuevo su vista tras la tela de su capucha. - Que tengas buena guardia.

Se dispuso a caminar un par de pasos más, pero antes de ello se dio la vuelta y miró a su compañero de arriba abajo, sopesando si sería lo suficientemente hábil como para haber aguantado hasta ese momento con vida sólo, como estaba. No era común ver a un Guardián sin acompañante, ella solía ser la excepción. Pero no era quién para preguntar.

- Porta la llama. - Dijo la joven clavando sus iris casi amarillos en su alma.
- I-Ilumina el camino. - Contestó él asintiendo con el rostro, de forma casi patosa. Debía estar nervioso.

Si en lugar de seguir caminando hacia el sur aquella noche ella hubiese acompañado al otro Guardián, tal vez la vida le hubiese sonreído de otra manera. Quizá, el viento no hubiese dejado de arrullar entre los árboles con aquella premura. Puede que, al callar de los grillos, ella hubiese advertido el peligro y le hubiese alejado de allí.
Pero ella no estaba con él.
La vida, aquella noche, sonrió a ese Guardián con los ojos de ocho ellos que le siguieron, acorralaron, y comieron aún con vida de forma lenta y agónica. Y lo último que el hijo de Luz y Fuego vio, fueron los ojos amarillos de todas esas criaturas que carcajeaban a su alrededor en silencio, mientras se llenaban la boca con su sangre, relucir entre la luna y las estrellas.

Y ella, siguió su guardia hacia el sur,
 con los ojos siempre abiertos y ninguna luz a su alcance.

No las necesitaba. 

Todos los que tenían el amarillo en la mirada, podían ver en la oscuridad.

Por eso, la noche es de ellos.
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Éste será el primer pequeño relato de una saga que poco a poco iré formando.
Espero que os guste, realmente estoy disfrutando como una niña al escribirlo.
¡Que lo disfrutéis los que lo aguantéis!

Vic Jade. 

viernes, 14 de junio de 2013

Fuego y Luz. Corazón y días.


Tenía las manos cansadas de tanto trabajar. Había estado todo el día en la herrería, forjando armaduras, dando forma a espadas y creando escudos que jamás le dejarían utilizar por ser un simple herrero. Estaba harto, y tras terminar había huido al bosque en una de aquellas escapadas que solía hacer a menudo.


Llevaría caminando a menos una hora, cuando el claro sonido de unas campanas ligeras como plumas restalló en sus oídos. ¿Qué era aquello...? Esquivó ramaje y hiedras, saltando con cuidado para intentar no llamar la atención, y cuando vio movimiento se ocultó tras un frondoso arbusto de frutos rojos, que bien sabía no eran comestibles.


Y allí, les vio.


Una gran fila de seres ataviados con las capas más brillantes que jamás habían visto sus ojos. Eran altos, más que la media de los hombres, llevaban todos cabellos largos y perfectamente ordenados, algunos portaban diademas con mil decoraciones distintas, otros blandían blasones en sus manos con figuras animales, y las trenzas decoraban el cabello de muchos de ellos, de formas nobles y altaneras, siempre gráciles. Pudo ver que ni uno de esos seres, era feo. Eran las criaturas más hermosas que jamás había visto, no solo porque fuesen bellos, sino por la tranquilidad que emanaban a su alrededor. Las campanas que había escuchado las llevaba uno de aquellos seres en las manos, y las hacía repicar continuamente con suavidad, no estaba seguro de para qué.


- Elfos... - Susurró cuando al fin se dio cuenta de lo que eran.


Sus orejas en forma de pico les delataban. Jamás había visto un solo elfo, pues eran de muy al norte, y no se aventuraban a lugares tan alejados de su hogar. Habían llegado hasta su ciudad rumores de la partida de los Elfos hacia tierras sureñas por algún peligro que se cernía sobre ellos, pero hasta entonces... No se lo había creído. Es más, le había costado creer que existían hasta ese  día.


Esperó pacientemente a que pasasen de largo, y cuando al fin lo hicieron salió de su escondite, admirando la estela de paz que habían dejado a su paso. La hierba que habían pisado, ni siquiera estaba doblada bajo su peso, y los pájaros habían seguido cantando aún cuando estuvieron bajo ellos. Parecían tan parte del bosque como el viento o la corteza de los árboles.
Jamás olvidaría aquella escena, y le costó apartar la mirada del lugar por el que habían desaparecido, para al fin volver a su mentalidad común, y continuar con su caminar.


Anduvo pensativo largo rato mientras divagaba entre los robles y los pinos, camino de aquella pequeña cascada que tanto adoraba, replanteándose cómo contarle aquello a su maestre, pues estaba seguro de que en un millón de años le creería. Ni tampoco sus amigos lo harían. Y, cuando al fin llegó, una figura le detuvo en seco al encontrarla metida hasta la cintura en el agua, desnuda.  Una mujer.


Quiso apartar la mirada, pero no pudo. También quiso carraspear, moverse, hacer cualquier atisbo de movimiento que le dijese a aquella chica que él estaba allí. Pero no consiguió nada.
Estaba de espaldas, y lo único que de ella veía era su espalda desnuda con su cabello castaño oscuro caer en finas ondas ordenadas cuales enredaderas, libres hasta su cintura. El agua delimitaba lo que podía llegar a ver de sus caderas, deteniéndose justo donde comenzaba a formarse su trasero. Tal vez suspiró con fuerza ante aquella visión, o puede que consiguiese mover un pie... Pero algo alertó a la joven, que se giró sobre su hombro para mirarle.
Sus grandes ojos avellana, que casi brillaban en una mezcla de verde y amarillo más brillante que el sol, se clavaron en él con paz pero a la vez con fiereza. Poco a poco, la mujer se giró sobre sí misma y le hizo frente, sin el más mínimo pudor por querer taparse el cuerpo desnudo. Él apartó la mirada, azorado, cuando se dio cuenta de que no estaba viendo a una mujer cualquier desnuda, sino a una mujer elfa.


- ¿Os molesta? - Susurró ella, como un cantar de mil jilgueros arrullantes, refiriéndose a su destape.


Él se fijó en que el agua ni siquiera se movía cuando ella estaba dentro. Era como si fuese parte del mismo pequeño manantial. Lo habría creído si la hubiese visto flotar sobre el agua.
La elfa caminó hacia el borde y salió poco a poco del agua, recogiendo entre sus manos su suave vestido blanco de seda, que se colocó como si hubiese sido creado a medida con cada poro de su piel. Él apartó una vez más la mirada, pues le parecía indigno verla de aquel modo, pero no se movió del lugar. Sus pies no lo permitían.


- Sois... Una mujer elfa. - Susurró sin poder contenerse una vez se hubo vestido, alzando de nuevo la mirada hasta ella. Una suave carcajada inundó el lugar, tan ligera como las campanadas que antes había escuchado. Le reconfortó por dentro. - Mis disculpas si la he ofendido...
- No lo habéis hecho. - Repuso ella mientras se giraba para tenerle de frente.


De nuevo, se quedó prendado. Jamás había visto algo así. Era grácil en todos sus movimientos, magnífica como un atardecer en verano y fresca como una brisa de primavera. Casi pudo verse reflejado en sus ojos, atónito como estaba, mientras ella de un par de pasos se acercaba a su rostro.


- Los... Los suyos... Les vi dirigirse hacia el sur no hará ni diez minutos, mi señora. En esa dirección. - Señaló con el dedo, nervioso, sin poder sostenerle la mirada y clavándola en algún punto de su vientre.
- No es con ellos con quien iré ésta noche. - Susurró ella mientras acortaba más aún las distancias. - No ésta noche...


Él alzó los ojos para encontrarse con los suyos, que ya no le observaban. La elfa estaba cabizbaja, tal vez preocupada o... Triste. La idea de que estuviese apenada, le clavó una daga en el corazón.


- Mi señora, ¿Ocurre algo? - Preguntó con el estómago cerrado.
-Ivy. - Dijo ella únicamente. - No "mi señora". Ivy.
-Ivy... - Contestó él al cabo de un rato. - ¿Qué os aflige...?


Como toda respuesta, ella alzó una de sus suaves manos y la depositó sobre su mejilla. El contacto hizo que se estremeciese tanto, que tuvo que hacer un esfuerzo por no cerrar los ojos y dejarse llevar por aquella sensación tan extravagante. Los ojos de ella se clavaron como pozos de luz en los de él, y viajaron a rincones de su mente que ni siquiera era capaz de imaginar. ¿Qué estaba...?


- Joven, muy joven... Has visto tan poco, pero a la vez conoces tanto... - Susurró la elfa mientras le sostenía entre sus dedos. - No tienes una mala vida, pero no por ello es fácil. Posees un gran talento, tu corazón pide a gritos que le dejes actuar, pero tu cabeza se impone... ¿Por qué no dejarlo salir?


Él no fue capaz de hacer o decir nada ¿Qué era aquello? Podía ver claramente cómo los ojos de la elfa estaban comenzando a variar, a cambiar de color, a cada segundo que sucedía mientras decía todo aquello brillaban más y más. Se distinguía perfectamente una luz en el interior de su pupila, blanca y lúcida, que casi parecía tener vida propia.


- Eres puro... - Susurró una vez más mientras ahora colocaba la otra mano en la mejilla contraria a la que ya tenía ocupada. - Eres fuego, valor, fuerza... Lucharías hasta el estertor de la muerte. Estás lleno de amor... - Apartó la mirada unos segundos, casi pareciendo cansada. - Perdonadme, tantas emociones, no estoy acostumbrada...


Se llevó una mano a la frente y sintió cómo casi se podría desmayar, y él sin pensarlo se acercó a ella y la sujetó entre sus brazos, aferrándole la cintura entre sus dedos. Volvió a mirarle a los ojos, y pudo hundirse en ellos una vez más, mientras ella sonreía de nuevo con dulzura, tan cálida...


- Los hombres sois extraordinarios... ¿Cómo podría abandonaros a vuestra suerte...? - Dijo entre dientes melódica.
- ¿Abandonarnos, mi señ... Ivy? - Corrigió rápidamente, sin soltarla, algo extrañado.
- Los míos parten al sur, más allá de la costa, dejan éstas tierras. Vuelven a casa. - Poco a poco se apartó de él, y le dio la espalda, dirigiendo la mirada hacia más allá de los robles, por donde sabía su familia había partido. - Yo no puedo ir con ellos. No quiero...


Fue entonces él consciente de algo, como si fuese ayer, recordó las canciones que en el pueblo se contaban sobre aquella princesa elfa que amaba a los hombres. Aquella mujer cuyo destino, sin duda, no podía ser nada agraciado, pues ningún elfo podía amar a un humano y salir bien parado. No fue capaz de recordar el nombre de la elfa de aquella canción, pero de haber podido, la habría comparado con ella.


- ¿Y vos os quedáis...? - Preguntó él mientras caminaba hacia ella, con cuidado. Con respeto. - Puedo preguntar... ¿Por qué?


Despacio, Ivy se giró y le miró a los ojos, con los suyos humedecidos sin poder evitarlo. Se mordía el labio inferior, pero la gracilidad de sus gestos no era humana, y podría haberse enmarcado en cualquier cuadro, que no habría sido más bello que aquella visión.


- Por amor. El amor es capaz de mover montañas, alzar murallas y detener el paso del tiempo. El amor es tan difícil de explicar, Jared... - Susurró ella mientras, de nuevo, dirigía su mano hasta su mejilla.


Él se sorprendió tanto que perdió el hilo de sus pensamientos. Se quedó atónito, quedando su rostro un poco por encima del de ella, pues aún para ser hombre era ligeramente más alto que la elfa, y entrecerró los ojos, pensativo.


- ¿Cómo sabéis mi...? - Preguntó, impresionado.
- Porque es por ti... - Susurró la elfa mientras sonreía ladeando un poco el rostro y daba un paso al frente, pegando su mano libre a su pecho, queriendo notar su pulso. - Por ti no me iré al sur. Nunca te abandonaré, fuego de mi corazón, nunca... Quiero ser la luz de tus días...


Él no podía reaccionar, no era capaz de moverse, de pensar, casi de respirar. Y con una sutileza magistral, Ivy se adelantó aún más, y depositó sus labios sobre los de Jared, que permanecían abiertos por el asombro.
La sensación cálida pero explosiva de su piel contra él le hizo estremecer, una vez más, a su lado. Pudo ver cómo ella, tan frágil como parecía pero tan imperecedera, cerraba los ojos ante el placer que aquello le ocasionaba y movía los labios contra los suyos, en un sinfín de emociones que le hicieron perderse en el momento. Y la imitó, sin saber bien por qué, pero notando el corazón en la garganta. La sostuvo entre sus brazos, dándose incluso el lujo de sostenerla por la cintura y atraerla más hacia él, dispuesto a mantener aquella unión para siempre si era necesario. Algo le ataba a aquella mujer elfa de tal modo que no podía ser capaz de explicarlo con palabras. Solo era capaz de asegurar una cosa, tal como ella había dicho: Nunca la abandonaría.


Una lágrima bajó por el rostro de Ivy, silenciosa, que sólo el bosque fue capaz de escuchar. Y al tocar la hierba bajo sus pies desnudos, de la gota nació un suave brote, que algún día crecería y se convertiría en el mayor lirio que se hubiese visto en todo el sur de aquellas tierras.





Las filas se alzaban nobles, decididas, preparadas para lo peor y para lo mejor. Caballos y jinetes adornaban cada metro cuadrado de aquella inmensa pradera, que a aquella edad ya había sido testigo de cuatro grandes batallas que habían decidido el destino de todo su mundo. Y aquella, sería la que decidiría el destino de los hombres.
Las los jinetes, los arqueros. Tras ellos, los caballeros. Todos ordenados en una simetría perfecta, pero a la vez completamente irregular, tan increíbles como eran siempre los humanos, perfectos en sus imperfecciones tan notables.


A su frente, y ante todos, dos figuras destacaban del resto, encabezando la marcha.


A la derecha, una mujer elfa, cuya armadura de plata relucía por encima de todas las demás. Su espada, anclada en su cintura, tenía una empuñadura tan nívea que parecía cristalina. Sus cabellos estaban sueltos, como siempre, diferencia que solo ella portaba pues jamás un elfo los llevaría así de descuidados. Era un honor que hacía hacia los hombres por los que luchaba. Un arco adornaba su espalda, con las formas más perfectas que el ojo humano hubiese visto. “La dama blanca” la llamaban algunos, o “El corazón de los hombres”. Desde hacía un tiempo, también se había convertido en “La última elfa” pues se había ganado el apodo a pulso, al ser éste verdad. “La vidente” susurraban a sus espaldas, pues pocos sabían el don que ella tenía dentro de sí, pero los que lo hacían o lo habían presenciado, no lo olvidarían. Iveoon Sujallë. Ella prefería ser llama simplemente Ivy.


Y a su izquierda, un hombre. De gesto serio y decidido, concentrado, y mirada de puro fuego, se alzaba sobre su montura sosteniendo su basta espada en alto, forjada por él mismo, que jamás había sido derrotada por mano ajena alguna. Su armadura, también algo más bruta que la de su compañera en armas, había sido creada por sus manos. Su pelo se arremolinaba en su rostro, en la parte frontal de éste creaba pequeñas ondas sobre su frente que se movían gráciles al viento, de color castaño claro. Sus ojos profundos se clavaban en todo aquel que estuviese delante suyo, mientras cabalgaba de un lado a otro, gritando palabras de valentía a sus compañeros. “El herrero valiente” solían llamarle, allá en su tierra. “El rey de hierro” gritaban otros entre las distintas ciudades de poniente o “El fuego” simplemente, otorgado por sus enemigos. Jared Edmund Othàin. Y al igual que ella, él prefería ser llamado solamente Jared.


Cuando terminó de animar a los hombres, se giró sobre su montura y cabalgó hacia Ivy, escrutándola con la mirada. Una sombra inmensa se cernía en el horizonte, y antes de poder darse siquiera cuenta, pudieron comprobar cómo el enemigo se acercaba a una velocidad de vértigo. Hombres como ellos, todos armados hasta los dientes, pocas diferencias habría entre unos y otros a simple vista más que la de que aquellos que portaban los estandartes oscuros buscaban la penumbra en el mundo, guiados por unos ideales que no eran los correctos. Querían pudrir el planeta, quemarlo hasta sus cenizas, porque habían perdido la esperanza. Ivy y Jared, no lo habían hecho.
Entre las filas de sus enemigos, no solo hombres batallaban, sino otros seres de más deleznable naturaleza, como eran los trasgos, criaturas hediondas del subsuelo, orcos e incluso enanos, que habían tomado ambos bandos por igual sin distinción, tanto como los hombres habían hecho.


- Tus ojos no han podido ver más allá de ésta batalla, Ivy... - Girando el rostro clavó la mirada en ella y se acercó más aún a su montura. - ¿Aún tienes esperanzas?
- Nunca las he perdido. - Concluyó ella mientras le sonreía y acariciaba con cuidado las crines de su corcel blanco.
- Hemos conseguido llegar hasta aquí juntos, me has alzado hasta ser lo que soy ahora, y no pienso decepcionarte. - Ella alzó una mano y le detuvo, poniendo un dedo sobre sus labios.
- Yo no te he alzado, fuego de mi corazón... Tú has ardido solo, por todos nosotros. - Señaló con su mano hacia aquel ejército a su espalda y le miró decidida. - Y es hora de arder aún más fuerte. ¿Qué te dice el corazón?
- Ganaremos ésta batalla. Como las hemos ganado todas. - Con cariño tomó la mano de Ivy y entrecerró sus dedos alrededor de ésta.  - Gané la mayor de ellas cuando te encontré a ti... Y nada me va a arrebatar eso, luz de mi vida.


Hasta el último momento en que no pudieron prolongar aquello más, sus dedos estuvieron entrelazados, sus manos siempre unidas. Cuando el enemigo se acercó tanto que sus respiraciones agitadas se oían sobre ellos, fue cuando al fin ambos se soltaron, para lanzarse a la batalla.


Pronto fueron ambos tirados de sus caballos, y en el suelo continuaron luchando fieramente mientras flechas les rozaban las mejillas. Nada parecía poder dañarlos, como si estuviesen creados a base de diamante puro.
Lucharon largo y tendido, sus hombres a su alrededor caían mientras los gritos de dolor y congoja les rodeaban, pero cada vez que veían a Jared e Ivy luchar codo con codo, su corazón se imbuía con pura esperanza que sus ojos destilaban, y volvían a la carga.


Y el enemigo pareció acallarse de golpe cuando una sombra, mayor que las demás, se alzó entre ellos. La batalla se detuvo al instante, los hierros dejaron de chocar, y las miradas se clavaron todas en aquel hombre de tamaño exagerado que caminaba entre la marea de gente.


- ¡¡¡Fuego!!! - Gritó con una voz tan grave que parecía venir desde lo más profundo del planeta.


Una armadura negra le cubría de pies a cabeza, e Ivy detuvo todos sus movimientos sintiendo la sangre del enemigo secarse sobre su rostro, para poder mirar a su nuevo contrincante.


- Umcoll, Señor de la Noche... - Susurró la elfa sujetando su espalda traslúcida con fuerza.


Jared alzó la mirada y terminó de degollar a uno de sus enemigos para después acudir a la llamada de Umcoll, jefe de los ejércitos enemigos que les asediaban. Pudo verle, firme con su espada en alto, y sin dudarlo un segundo se irguió y caminó hasta él.
Ivy le saltó al paso y le colocó las manos en el pecho, intentando empujarle hacia atrás. Pero Jared, ni se movió del sitio, permaneció estático, mirándola.


- ¡No lo hagas! - Gritó ella mientras los ojos se le abrían presa del terror. - ¡Por favor, no lo hagas! Si me amas, no lo hagas...
- Luz de mis días, es porque te amo por lo que debo hacerlo... - Sostuvo las manos de la elfa entre sus dedos y los estrechó con fuerza. Ella negó con la cabeza. - Sé que lo entiendes, debo derrotarle... Tengo que hacerlo...


Ella negó con la cabeza una y otra vez mientras las lágrimas comenzaban a acudir a su rostro de forma incontrolada. Sus ojos no habían visto más allá de esa batalla, pero sí habían podido ver la sangre de su amado teñirse de negro en sus sueños presa de la mano de Umcoll, y no podía permitirlo. No pensaba soltarle.


- Amor mío, debes dejarme ir... - Susurró intentando apartar sus manos delicadamente de su pecho mientras Umcoll aún gritaba tras ellos. - Sólo si es derrotado podremos vivir en paz, sólo si le venzo... No te defraudaré mi vida...


Como toda respuesta, entre lágrimas, Ivy se abalanzó sobre él con el corazón en un puño y le besó con toda la fuerza que su cuerpo le permitía, cerrando los ojos y rodeando su cuello entre sus brazos. Su alma entera le pedía a gritos que no le dejase ir, pero sabía que si eso era lo que él deseaba, no podría impedírselo. Como también sabía que si le perdía, moriría con él.


- Jamás podrías defraudarme. - Dijo ella en tono serio nada más terminar con aquel beso de dos, sintiendo los brazos de él cálidos ahora en su espalda, que la sostenían con dulzura. - Fuego de mi corazón, hagas lo que hagas y ocurra lo que ocurra, nunca te abandonaré. Vuelve conmigo, mi amor, vuelve cuando tu espada descanse en su pecho...


La frente de Jared descansó sobre la de su amada mientras sus dedos salvaban las lágrimas que caían por sus mejillas de nácar y terminaban en sus labios de rubí. No pudo resistirse a besarlos, una última vez, hasta conseguir dejar el tacto de ella sobre su piel como una marca que nunca se borrase, pues quería luchar con esa sensación en su corazón. Le daría fuerzas.


- Mi reina... - Susurró Jared segundos después de liberar sus labios. - Ni la muerte podría separarme de ti.


Ivy, poco a poco, se apartó de él sintiendo cómo aquel dolor era mayor que cualquiera en ese mundo, y le miró a los ojos de forma decidida y seria, valiente, llena de rabia y fuerza.


- Arde, fuego de mi corazón. - Dijo mientras sus dedos dejaban de tocarle. Jared quedó asombrado cuando vio cómo el sol se reflejaba sobre ella de aquel modo tan sobrecogedor, que pareciese acabar de surgir entre las nubes en el día más oscuro de la tierra. - Arde como sólo tú sabes hacerlo.


Y fue entonces cuando Jared se giró, desenvainando una vez más la espada con los ojos cerrados, girándose hacia su enemigo. Para cuando los abrió, se pudo ver reflejado en ellos algo, una luz impresionante que haría sentirse pequeño hasta el mayor de los hombres.
En sus ojos estaba reflectada la luz que la hoja de su espada desprendía, pues ahora, estaba envuelta en llamas.


“El Fuego” había despertado, una vez más, gracias la magia y la fuerza de dragón que llevaba en su interior. Y gracias al amor.


Umcoll le esperaba con su espada negra en alto, y no hizo falta intercambiar palabra alguna, pues sus miradas lo decían todo, aún entre el sudor en el rostro de Jared y la armadura que lo cubría casi por completo de Umcoll.


La espadas chocaron, una y otra vez. Los pies, bailaban en un son que a Sekira hacía estremecer, encogiéndola y reduciéndola a la nada. Cada movimiento, cada giro, le hacían temblar de terror, mientras que a él le ayudaban a crecer en fuerza y en espíritu. En silencio, ella le apoyaba en todo momento con la mirada y con el corazón, pero a la vez temía por su vida de tal forma que cuando el mandoble de Umcoll consiguió rasgarle la mejilla, se llevó las manos a la boca y se lanzó a la carrera. Los brazos de uno de sus hombres la detuvieron, y ella se mordió el labio inferior, esperando, destrozada por dentro.


La espada de fuego que Jared blandía restallaba en el aire con cada movimiento. Los golpes con los que había sido forjada relucían de un modo especial e increíble entre sus dedos, y nadie negaría jamás que aquella visión era... Impresionante.


Pasaron varios minutos de lucha incesante en los que a ambos se les comenzó a notar el cansancio, pero al fin restalló aquel sonido que denota que la batalla ha acabado, cuando el metal en lugar de chocar contra metal, lo hace contra la carne. Ese sonido erizó hasta el pelo de la nuca de Ivy, que miró atónita cómo la espada en llamas de su amado se hundía en el pecho de su enemigo.


Fue a sonreír, sintió un alivio tan grande que podría haber estallado de felicidad, pero cuando Jared se apartó y se giró hacia ella, buscándola entre todos los presentes con la mirada conforme Umcoll caía a su espalda con la espada clavada en el corazón... Se le vino el mundo encima.


De los labios de Jared, resbalaba un reguero de sangre que se perdía en el comienzo de su armadura. Se sostenía el vientre con una mano, completamente ensangrentada, y en menos de dos segundos cayó de rodillas frente a sus hombres, que no supieron qué hacer.
Ivy, si lo supo. Se lanzó contra él, liberándose de los brazos de su opresor como si fuesen viento gracias a la fuerza que ejerció. Sostuvo a su amado sobre ella, y le tumbó poco a poco sobre la hierba para, de varios movimientos, arrebatarle la armadura y poder verle el vientre. Una herida negra lo surcaba de lado a lado, producto de la magia negra que Umcoll debía haberle otorgado, sin que nadie se hubiese dado cuenta. ¿Acaso había luchado con esa herida todo el tiempo...?


- Luz de mis días... - Susurró él, sin fuerzas. - Te dije que nada podría separarme de ti...
- Ahorra fuerzas, fuego de mi corazón... - Las lágrimas resbalaban de nuevo por el rostro de la elfa mientras sus manos navegaban por su cuerpo, susurrando mentalmente palabras mágicas que debían salvarle la vida, o por lo pronto, intentarlo. - Has vuelto a mi, y no pienso abandonarte. Has salvado al mundo amor mío... Lo has salvado... - Mirándole a los ojos, sonrió con fuerza.


Los hombres a su alrededor volvieron a sus armas para expulsar al enemigo de allí, e Ivy continuó concentrándose hasta conseguir que, poco a poco, la mancha negra remitiese sobre el pecho de su amado, obligándola a llorar aún más presa del alivio que aquello suponía. Pero de poco servía, si de sus labios seguía manando sangre a aquella velocidad.


- Te he salvado a ti... Eso es lo que importa... - Dijo entre dientes Jared, sintiendo cómo sus dedos perdían sus fuerzas.
- Y yo pienso salvarte a ti. - Respondió ella completamente decidida, cuando una mano se cerró alrededor de su mentón y le obligó a girar el rostro. Jared, ahora con una mano, le hacía mirarle.
- Ya... Ya lo has hecho. - Sonrió, aún con la sangre secándose sobre él, con toda la fuerza de su corazón. - Hace mucho tiempo que lo has hecho...


Y la magia de Ivy se detuvo, pues ya no había mucho más que hacer con ella. La mancha negra apenas había remitido lo suficiente como para que siguiese manando sangre de sus labios, pero era imposible hacerla retroceder más, pues parecía estar anclada a su corazón. El mundo se le vino encima mientras Jared no dejaba de sonreír para ella.


Con sumo cuidado, ella se inclinó sobre su cuerpo, colocando sus manos a los lados de su rostro, y le besó con toda la dulzura y el amor que su alma podía ofrecerle al que era el amor de su vida inmortal, que nadie jamás podría igualar. El acero había dejado de rechinar a su alrededor, y en lugar de él gritos de júbilo lo inundaban todo presa de la victoria que acababan de vivir, mientras que a ellos, todo les daba igual.

Cuando Ivy se apartó, los ojos de Jared ya no volvieron a abrirse y los gritos de júbilo se apagaron a su alrededor como si un torrente de agua los hubiese arrastrado lejos. Lo único que se escuchó entonces en el campo de batalla, fue el suave lamento en forma de canción élfica que la mujer entonaba conforme sus manos cruzaban los brazos de Jared sobre su pecho, deseándole una mejor vida en el paraíso al que esperaba hubiese partido. Sin dejar ni un segundo de llorar.

Nadie supo cómo, o por qué, tan pronto como la canción de la elfa culminó, la vida de ésta se desvaneció, y cayó muerta al lado del rey Jared aferrándole entre sus brazos.

Nunca más se escucharía cantar a un elfo en aquel mundo.

Jamás un fuego volvería a arder como aquel.

Pasarían muchos años en los que aún, al hombre y a la elfa se los nombrase en las epopeyas y las historias como “El Fuego y la Luz”, los luchadores que consiguieron la paz en el mundo, dándolo todo por él. Y tantos otros que ellos permanecerían el uno al lado del otro, amándose tanto como aquel día que se encontrasen por primera vez en mitad del bosque, convertidos en estatuas de piedra que se miraban a los ojos en lo alto de un torreón construido sobre el lugar donde reposaban sus cuerpos mortales.


Y serían miles las voces que aclamarían sus nombres en la noche, pidiendo su consejo en las estrellas. Jamás serían dichos ruegos escuchados, pues ambas almas estarían siempre demasiado ocupadas en arroparse entre ellas.


En amarse por siempre, rodeados de los lirios de las lágrimas de felicidad que una mujer elfa derramó al encontrar al amor de vida, tras mil noches en vela soñando con tenerle entre sus brazos, a los pies de un manantial.

domingo, 9 de junio de 2013

Levántate.


“¡Y otro día más, damos las buenas noches al mundo, esperando poder recibirlos mañana con una amplia sonrisa y un hueco en el corazón! ¡Vida libre, amigos!”

Las comisuras de mis labios bajaron poco a poco acompasando al ritmo de la canción que me abandonaba por momentos. Acababa de ver otro de aquellos vídeos tan maravillosos y espléndidos que me traían recuerdos de tiempos mejores, cálidos pero efímeros. Tiempos que no eran míos.
Cerré los ojos y suspiré, presa de mil emociones que nunca habría sabido expresar pero sucumbiendo a la misma tediosa soledad de siempre en la que me encontraba. Estaba vacía, por dentro y por fuera, y aquellos momentos eran lo único que llenaban mi vida de algo que pareciese tener sentido.

Una mano rozó la sábana que me cubría, la dulce suavidad de la piel de una madre siempre se reconocería entre millones de nubes de algodón. Con los ojos entornados la miré, cansada, esperando su reprimenda.

- No entiendo cómo te puede gustar tanto ese programa – Dijo entre susurros, seguramente provocados solo para no molestarme. – Sabes que a tu padre no le gusta que lo veas. – Con un gesto amable pero firme, apagó el ordenador y me miró profundamente.
- Papá no es capaz de entenderlo. Si se sentase a verlo más de diez minutos seguidos se daría cuenta de lo equivocado que está. – Contesté con desdén. Jamás me había escuchado, y sabía que no empezaría a hacerlo ahora.
- No lo sé Alma. Él cree en otras cosas… – Me acarició el pelo entre sus finos dedos y me besó la frente, como hacía todas las noches. – Siento que nunca serás demasiado mayor como para hacer esto. – Yo no pensaba quejarme, agradecía el contacto. Era el poco que tenía. – Buenas noches.
- Buenas noches. – Respondí mientras veía cómo la parte baja de la sábana se elevaba. Supe que estaba tocándome las piernas al ver el movimiento de la tela, pero como siempre desde que tenía memoria, no sentí nada. Y por dentro, tampoco.


“¡Buenos días mundo! ¿Cómo habéis amanecido? Esperamos que hayáis despertado llenos de energía porque hoy será un día largo en el que, una vez más, deberemos luchar. ¡Vida libre, amigos!”

El sol me azotó en los ojos como una vieja casera aparta a los gatos de su ventana, con amenazas de represalias, y no tuve otra que levantarme de la cama. Lo hice de buen humor, mi madre me había encendido el ordenador y había puesto otro de mis vídeos antes de irse a trabajar. Se aseguraba de que así, no me quedase dormida. Y era realmente eficaz.
Absorbí cada gota de cultura que había dentro de aquel vídeo y cuando terminó hinché el pecho con fuerza para levantarme de la cama y caer con más bien poca gracia sobre la silla de ruedas, que me esperaba a los pies de ésta. Rodé hasta la cocina y desayuné. Me gustaba decirlo así: “Rodar”. Le daba a todo un toque mucho más carismático. Una gota de color en un mundo gris y aburrido.

Di vueltas por el salón en círculos, sin ningún objetivo aparente, cuando me detuve a mirar por uno de los pequeños balcones que adornaban la habitación. Me parecía estar viendo humo. ¿Podía serlo? ¡Si! ¿Qué estaba ocurriendo? Intenté asomarme, abrí las puertas de cristal y me incliné sobre la silla, pero la barandilla era demasiado alta como para asomarme sobre ella . Eterna enemiga…
Escuché gritos autoritarios en la calle, y sin poder aguantarme más di media vuelta y rodé hasta mi habitación para recoger la cámara de vídeo que, hacía años, mi padre me había regalado en un intento por aliviar mis obvios pesares. Nunca la había usado, hasta ese día. La encedí, estiré el brazo por encima de la barandilla y apunté hacia el que parecía el foco del humo. Debí pasar en esa postura más de media hora, incluso el brazo se me había entumecido, pero no me detuve hasta que tuve claro que todo había pasado. Di media vuelta y carrera hasta mi habitación, donde enchufé la cámara al ordenador y pulsé el play tan rápido como mis dedos y la tecnología me lo permitieron.

Creo que vi el vídeo entero tres veces seguidas.

Una mujer, mayor, y su hijo que apenas pasaría la veintena se imponían ante cuatro miliares armados intentando por todos los medios que no apagasen el fuego que tras su espalda se propagaba. Un fuego que lamía con fuerza lo que claramente se podía identificar como un cuerpo humano tendido sobre un montón de cubos de basura apilados. Aquella mujer gritaba “¡Es mi marido!” una y otra vez, mientras su cara se volvía roja y pálida por segundos, y su hijo le hacía los coros berreando con furia “Será a nuestro modo, no al vuestro, hijos de puta”. Y yo sabía de qué iba todo aquello.

No les conocía de nada, de hecho no creía haberlos visto nunca, pero las escenas fueron tan crudas que chocaron en el fondo de mi alma como un mazazo entre las rocas. Aquella familia solo intentaba despedirse de su ser querido, a su manera. Seguramente sería un disidente proclamado de la dictadura, y se había dado la orden de… Hacerlo desaparecer, a su manera. No pude imaginarme lo que habría sido llegar a grabar unos minutos antes, cuando el hombre aún estuviese con vida y hubiese decidido acabar con todo por su cuenta. Tenía ganas de vomitar.
Y tuve una idea, la mejor y peor que había tenido en mi vida, para la cual solo tuve que pulsar un botón y ya todo estuvo hecho: Subí el vídeo a la red. Me acomodé como pude entre el ordenador y la pared, y accioné el botón de “Grabar” mientras me ponía recta, necesitaba añadir algo.

- Hoy es cinco de Octubre, son las doce de la mañana de un Martes cualquiera y lo que acabáis de ver ha sucedido a plena luz del día, ante mis ojos, sin trampa ni cartón. – Hablé tan rápido que las palabras se me trababan y me costaba incluso articular los sonidos correctamente. – Esto es lo que vivimos en éste mundo hoy en día, y esto es con lo que tenemos que acabar. Me llamo Alma Romero, y aunque no puedo levantarme, ya nunca más volveré a estar sentada. Vida libre, amigos. – Y apagué la grabación.


“¡Buenos días mundo! ¿Cómo hemos amanecido hoy? Esperamos que con fuerzas, porque hoy es un día muy especial en el que tendremos que luchar, una vez más, por la libertad que tanto merecemos. ¡Vida libre, amigos!”

El timbre volvía a sonar, y yo no tenía tantas manos. Ni tantas ruedas.
Habían pasado meses desde aquel día en el que mi vida cambió solo con pulsar un botón, y desde entonces cientos de disidentes y simpatizantes de nuestra causa llamaban a mi puerta en busca de consejo, sabiduría y ayuda día a día. Y yo solo tenía veinte años. Negar con la cabeza era muy poco para mostrar todo el desconcierto que sentía ante el revuelo que había causado con todo aquello. ¿No había nadie más experto e inteligente a quien acudir? ¿O es que a todos les daba igual que lo hubiese? No quería seguir devanándome los sesos con tonterías, así que simplemente me lancé a la carrera para seguir a lo mío, ayudando. Luchando.
Apenas tenía tiempo para descansar, y lo agradecía con creces, pues desde lo ocurrido bajo mi balcón al fin parecía que las cosas comenzaban a cobrar sentido, y estaban en su correcto lugar. Aun si no era el que a mi padre le hubiese gustado. Hacía tiempo que no sabía de él, decidió marcharse, tal vez a otra ciudad. No me importaba.
Aquel día era importante, y mucho, pues sería el momento en el que unidos saldríamos a la calle para protestar por lo que era nuestro ¡Por la libertad! Y mediante la palabra y la diplomacia lograríamos dar un paso adelante y acabar con toda aquella locura. Estaba emocionada, y todos los que estaban conmigo me miraban con los ojos brillantes de expectación. No se qué se esperaban de mi, pero les ofrecería lo mejor que tenía. Intentaría darles una tarde que no olvidarían.
Nunca pude estar más en lo cierto.


“El mundo hoy despierta bajo las oscuras noticias que ayer noche nos asediaron a todos. Guardaremos todos luto por los más de diez mil hombres que perdieron la vida, luchando por la libertad que les correspondía. No verán sus sueños cumplidos para nosotros, pero ahora ellos ya la han conseguido.”

Apagué el ordenador, casi de manera autómata. Aún no era capaz de entender por qué yo seguía allí, con vida, en mi cama, mientras las balas habían pasado a mi alrededor como gotas de lluvia en una noche de verano no hacía ni unas horas atrás. Creo que fue uno de los simpatizantes el que me trajo a mi casa, y que me arropó mi madre, como siempre. Pero no lo sabía.
Ya no sabía nada.
No quería saber nada.
Escuchaba a mi madre sollozar a grito limpio en el salón, clamando a voces algo que no conseguía comprender. “Asesina” creí escuchar. Me miré las manos, y lo comprendí todo: Estaban manchadas de sangre.

Recordé a un hombre, uno de los simpatizantes que apareció a mi lado mientras todo comenzaba a venirse abajo, y pude ver como si fuese no hacía ni un segundo cómo me dejaba sobre las inertes piernas una pistola, inconscientemente. Quise mirarle para protestar pero lo único que vi fue su cuerpo desplomarse en el suelo como si fuese un saco de plomo viejo. Se escuchaban gritos, solo gritos, y sentía la silla bambolearse de un lado a otro como si estuviese en una barca y recorriese el mayor nudo de rápidos de la historia. Una sombra se abalanzó sobre mi justo cuando la sangre comenzaba a taparme la vista, y no lo pensé, simplemente actué. Mi mano se aferró a la pistola y empuñó su ardiente filo contra aquel extraño, que con una expresión de puro asombro solo pudo mirarme a los ojos y esbozar una “O” mientras caía a mis pies.
Era una asesina. Y ellos lo sabían.


Los golpes contra la puerta eran cada vez más fuertes, y los gritos de mi madre se incrementaban poco a poco mientras mis piernas intentaban acomodarse a la silla que tanto conocían, una vez más.
Apenas pude colocarme entre el ordenador y la pared correctamente, pues mis manos temblaban tanto que parecían no haber tenido nunca un rumbo fijo.
Extendí la mano derecha y pulsé el botón de Grabar. Ésta vez sería en directo. Sonó el Clic.

“Hoy es seis de Junio, Viernes, y todo lo que va a ocurrir será aquí y ahora, sin trampa ni cartón.  Esto es lo que vivimos en éste mundo hoy en día, y esto es con lo que tenemos que acabar. Me llamo Alma Romero, y aunque no podía levantarme, jamás me quedé sentada. Vida libre, amigos.”

Me preparé para apagar el botón de grabación justo cuando la puerta caía abajo entre escombros y polvo blanco, acolchada por los gritos ensordecedores de una madre desamparada y las órdenes de los militares, siempre autoritarios.
Agité la cabeza, me olvidaba de algo.
Pude escucharles entrar pisando con sus botas la madera de la casa, y les vi levantando las armas en ristre mientras yo tomaba aire para mis últimas palabras. Mi madre ya no gritaba.


“Buenas noches, mundo.”

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Éste relato es la primera publicación oficial que he podido hacer, con la ayuda de Bouman en la editorial Underbrain, al que le estoy realmente agradecida por dejarme participar en ese proyecto.
Ya era hora de subirlo al Blog ¿No? 
Gracias por creer en mí...